Son tiempos difíciles lector. Se discute demasiado y —no pocas veces— de malas maneras. Suelo imaginar la ciudad como una caldera con gente que habla a los gritos, sin escucharse.
Son tiempos difíciles lector. Se discute demasiado y —no pocas veces— de malas maneras. Suelo imaginar la ciudad como una caldera con gente que habla a los gritos, sin escucharse.
Me propongo reflexionar sobre esto. No será tarea fácil.
Cuento desde ya con su paciencia de domingo a la mañana. Debo comenzar contando una pequeña historia.
Fui joven en los 60/70. Estudiaba medicina y los dos últimos años de la carrera viví en una pensión de "linda vida" (no de "mala muerte"). En esa época uno se iba pronto de la casa de los padres. Estaba bien vista la emancipación temprana y una cierta incomodidad vital daba lustre.
Compartía la habitación con Roberto, un santafesino que volvía corriendo (en el micro) a su ciudad todos los viernes, a ver a su familia y a su novia Elsita.
Nos hicimos muy amigos y juntos íbamos a las asambleas de la facultad donde los estudiantes discutíamos con intensidad sobre cómo hacer un mundo mejor.
Con mi amigo y unos pocos compañeros, seguíamos a Hélder Cámara, "el obispo de la Cruz de Palo" de Recife, Brasil, que proponía la no-violencia como forma de respuesta a las injusticias.
Como imaginará el lector, no teníamos muchos adeptos pero compartíamos un diálogo, en general respetuoso, con quienes pensaban diferente.
Nos recibimos de médico en tiempo y forma y Roberto se instaló en Santa Fe. Pocas veces lo volví a ver en estos más de cuarenta años pero siempre que nos encontrábamos sabíamos que nuestra amistad sigue intacta.
Lo que si cambió fue la forma de pensar en política que se tornó muy diferente y no pocas veces discutimos feo por whatsapp. Hasta que decidí dejar de contestar mensajes con contenido político. Me dolía disentir tanto con mi viejo amigo.
Pero este último Jueves Santo, él me envió un video donde un diputado de Izquierda Unida de España hacía una arenga con el tema de Cuba y Venezuela que me pareció muy desconsiderada y arbitraria.
Y entonces, rompiendo mis reglas, le contesté a Roberto. Esto escribí:
"Querido amigo, no va para mí este video. Amo desde siempre a Cuba y su digna pobreza, no exenta de errores. No me impresiona igual Venezuela, aunque me abstengo de abrir juicio de valor. Como con todos los países de la Tierra. El argumento del video me parece muy pueril y simplista. Pero el maniqueísmo, del sector que sea, intranquiliza. En fin. Que temo que esta respuesta mía dispare una contundente contra-respuesta tuya. Y así de un modo interminable. Un abrazo y ¡Felices Pascuas!"
Y apreté el "enviar". Sabía (o creía saber) lo que se venía. Las calificaciones de "pueril", "simplista", "maniqueo", no le iban a pasar por alto a Roberto.
En el aparente modo reflexivo de mi respuesta había tragado el anzuelo que muchas veces nos mueve a los seres humanos: el de la necesidad de tener la razón, es decir, la trampa de la certeza.
Una nueva discusión se iniciaba. Ahora haré una afirmación, que espero, lector, no lo ofenda: ni usted, ni Roberto, ni yo, somos muy diferentes a una trucha, que "se da cuenta" de que lo que acaba de tragar no es una suculenta mosca sino un trágico anzuelo, recién cuando lo tiene adentro de la boca.
La trucha sólo recibe estímulos del ambiente ante los que reacciona con sus propios recursos "trucheriles". Acostumbrada a andar (nadar sería más preciso) en su medio, "sabe" que lo que habitualmente distingue como una mosca lo es, y de eso vive.
Pero puede equivocarse y "tragarse el anzuelo". Y los pescadores, que conocen esto, se esmeran en construir señuelos, "moscas" más sofisticadas, para lograr el error de las trucha (que en eso estriba el arte de la pesca).
Y aunque tendamos a creer que el extraordinario desarrollo de nuestro cerebro nos exime de la experiencia del error, nos equivocamos. ¡Más tarde o más temprano cometemos errores!
La imposibilidad de distinguir un hecho real de uno ilusorio es una condición biológica de todos los seres vivos, como enseña el profesor chileno Humberto Maturana que de ésto sabe mucho.
Y además, en nuestro caso, las cosas se complejizan aún más pues los errores no sólo se limitan a las acciones sino también a lo que pensamos y a lo que decimos.
Imagine que usted está con su amigo Juan (que no tiene por qué llamarse Roberto) parado en una esquina. Y se va acercando una dama.
—"Ahí viene Natalia", afirma usted. —"No. No es Natalia". Contesta su amigo, "es Carla, que es muy parecida".
Y comienzan a discutir y se acaloran. Y cuando pasa la dama, no era ni Carla ni Natalia.
¡Los dos estaban equivocados! Y sin embargo sostuvieron a ultranza afirmaciones que luego debieron desestimar.
Maturana explica que los seres humanos no nos peleamos por los hechos (ni usted ni su amigo niegan que "se acerca una dama"), nos peleamos por las opiniones, por las interpretaciones que emitimos sobre los hechos.
Sin ir más lejos, las personas dogmáticas creen estar siempre en lo cierto. Y niegan al otro en su derecho a discrepar. Y no muchas veces están dispuestas a matar y, si es necesario a morir, por esas creencias.
Los filósofos escépticos griegos sabían de esto. Practicaban la "epojé", es decir, la "suspensión del juicio", hasta encontrar más y mejores evidencias.
Por eso es bueno andar por la vida munidos de un sano escepticismo. ¡Pero cuidado! No solo escépticos respecto a las ideas de los otros, que eso no es muy difícil. Escépticos, sobretodo, de las propias ideas, alejados de certezas indiscutibles.
Desde esta perspectiva, una discrepancia es sólo una invitación a buscar un acuerdo más inteligente, en respeto y armonía. En eso debemos ejercitarnos.
Debo contarle ahora lector que unas horas después, Roberto contestó mi whatsapp.
Así dijo: "No responderé a tu comentario. Divido a los seres humanos en dos grandes grupos: a) los que consideran a los otros como semejantes; b) los que los consideran objetos que pueden ser utilizados. En este esquema vos y yo estamos en la misma trinchera. Cada uno con su estilo. Felices Pascuas. Un beso a Beatriz y un abrazo para vos".
"Es lo más lindo que he leído en mucho tiempo, claro que estamos en la misma trinchera. Un fuerte abrazo amigo", le contesté.
¡Notable! Roberto me estaba dando una lección de tolerancia proponiendo una perspectiva más abarcativa en la que podíamos encontrarnos. Sin negar nuestras diferencias marchábamos de nuevo en una senda de respeto mutuo.
Pirrón, el filósofo escéptico por excelencia proponía: "No digas así es, di mejor me parece que es".
"Epojé", lector. Quizás esa sea la palabra clave.