En los cuentos agrupados en “Impresiones de una directora de escuela”, Hebe Uhart (1936-2018) crea un permanente estado de extrañeza. Ella mira el mundo desde un lugar ajeno, intransferiblemente propio, un espacio singular donde acaso merodeen, no tan lejos, Kafka, Clarice Lispector o Felisberto Hernández. Y sin embargo, la Uhart que escribe estos relatos está haciendo lo que suele llamarse “sus primeras armas”. Pese a ello, no vacila: puede no dar en el blanco, acaso desbarranque, aunque nunca duda. Ella siempre fue ella. Y se fue haciendo cada vez más ella.
En este volumen recientemente editado por Adriana Hidalgo con la calidad que es su marca de fábrica se reúne la etapa inicial de la heterodoxa obra de Uhart: “Primeros cuentos”, que abarca el extenso período que va entre 1962 y 1970, y que agrupa los textos incluidos en “Dios, San Pedro y las almas” (publicado en Rosario, en edición de autor), “Eli, Eli, lamma sabacthani?” (Goyanarte, 1963) y “La gente de la casa rosa” (Fabril, 1970), sumado a “El budín esponjoso”, (Cuarto Mundo, 1977). Sus lectores, cuyo número ha ido creciendo de manera tan sigilosa como constante, podrán completar de ese modo una experiencia literaria intensa, cual es la de recorrer los paisajes de Uhart.
¿Paisajes? ¿Dije bien? Sólo hasta cierto punto. Porque no hay en estos personalísimos textos “paisaje” en el sentido tradicional de la palabra. Los paisajes de Uhart son nada menos que su lenguaje.
Veamos: “Yo tenía la sensación de que la vida era triste, pero no tenía derecho de entristecer a nadie”; “…no tiene cara de ser pariente de nadie”; “Me proporciona un verdadero placer no encontrar otra respuesta que el silencio”; “…rezan los que creen que hay Dios o los que tienen miedo que no haya”; “…trato de ponerme melancólico, pero nada”; “…tenía la costumbre de negar sin esperar qué novedad le contarían”.
Estas frases, entre tantas otras que pueden encontrarse en estos relatos, son ejemplos sucintos de la perturbadora mirada que lanza Uhart sobre el mundo. Presididas por la soledad y el desconcierto, y por una sensación de desamparo que parece indisoluble, las atmósferas que crea se relacionan con la esfera doméstica pero en ellas no hay serenidad ni refugio. Por el contrario, suelen cerrarse sobre los personajes, que en no pocas ocasiones coquetean con la locura.
¿Locura? ¿Dije bien? Sólo hasta cierto punto. En estas muestras de un talento en plena evolución no existen certezas que puedan redimir a nadie. La única excepción es la ternura, que de vez en cuando aparece y emociona.
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Un cuento de Hebe Uhart
El juego de cartas
Cuando era chica aprendí a jugar a las cartas a un juego que se llama Escoba de quince.
Mi papá me enseñó. Me mostró un hombre con el pelo largo, con medias coloradas que cubrían unas piernas más bien gordas y que llevaba zapatos negros con hebillas.
–Esta es la sota –me dijo.
Por empezar, el juego se llamaba Escoba y no había nada en él que tuviera que ver con una escoba; la carta representaba a un hombre y el hombre se llamaba Sota.
Mi papá añadió:
–La sota vale 8, aunque arriba diga 10.
Había un hombre que se llamaba Sota, que tenía un 10 arriba pero ese 10 para él valía 8.
La sota podía venir de varias maneras: aparecía a veces con un oro, a veces con un palo, a veces con una espada.
Al principio yo esperaba alegremente cómo iba a aparecer la sota; me parecía que era como una decisión personal de ese caballero aparecer de formas diferentes, como si cuando se vistiera, dijera, por ejemplo: “Ahora me voy a poner un oro encima”.
La sota de oro me ponía contenta; parecía que el hombre estaba más completo cuando llevaba el oro. Cuando llevaba el palo, un palo gordo y lleno de hojitas, al principio me produjo cierta desconfianza; después vi que no tenía ninguna actitud ni gesto airado, más bien llevaba el palo como una carga, con una especie de resignación. Como iba jugando todos los días ya me había acostumbrado a las variantes en que podía aparecer la sota; finalmente me agarró una cierta irritación, como si la sota fuera un boludo que llevaba lo que le ponían, como si tuviera la obligación de llevar el oro, la espada y el palo; pero conservaba cierta alegría por la sota de oro.
El rey era otra figura. Pero el rey tenía corona, manto y mando; era comprensible.
El caballo también; era una carta que tenía dibujado un caballero: su caballo estaba un poco de perfil y cumplía una función, iba a caballo.
Pero la sota, ahí parado, como si viniera de visita, no tenía caballo ni era rey (aparte tenía el número más bajo de todos, el 10), me parecía que era como un subordinado del caballo y del rey.
Cuando aprendí el mecanismo del juego, mi papá dijo: –Ahora vamos a jugar por porotos.
“¿Cómo será eso?”, pensé.
Inmediatamente aparecieron unos veinte porotos en la mesa y me di cuenta de que nadie pensaba en cocinarlos. Eran muy pocos, parecían porotos viejos y me producían una mezcla de admiración y fastidio. Alguna virtud que yo no conocía deberían tener para que mi papá se dignara manipularlos.
Yo también aprendí a manejarlos y hasta les cobré cierto aprecio: el que reunía más porotos, ganaba. En el mejor de los casos, los porotos eran aliados, trabajaban para uno. En el peor, era tan miserable ese conjunto de porotos viejos que uno realmente no podía enrostrarles nada.
Además sería una regla importante jugar por porotos; desde hacía siglos todos los hombres vendrían jugando a las cartas por porotos; sin ellos, el juego no serviría de nada, eran la moneda de las cartas.
Pero un día los porotos desaparecieron, no se los encontraba por ningún lado. Entonces mi papá dijo:
–Vamos a jugar por maíces. Es lo mismo.
–No –dije yo protestando–, por maíz yo no juego.
Era el colmo, ese juego había perdido toda seriedad. Además si lo que correspondía eran porotos, los maíces eran una perversión y una de dos: o ese juego era tan inoperante y tonto que uno podía hacer lo que le daba la gana, o a lo mejor jugar con maíces era un delito, una infracción, algo que podía tener algún castigo.
Y por un tiempo no me gustó más jugar a las cartas. Un año después, jugaba para ganar.