En verdad, nuestra cultura occidental no se inicia en la antigua Grecia. Fue extranjero, nos dice Filipo de Opunte, el primero en observar las cosas (astronómicas); pues un antiguo país nutrió a los primeros observadores de estas cosas, siempre visibles las estrellas por la belleza de su estación estival: de ahí su contemplación, la admiración que provocara y su expresión poética.
Cuando todavía no estaba nombrado el cielo y por debajo la tierra tampoco, narra un poema babilónico, se procrean los dioses: el abismo primordial, el Caos acuoso originario… a los que habrían de seguir otros.
Porque al principio, según papiros egipcios, era tan sólo la masa líquida primordial; es cuando comienza a brillar el Sol que las aguas se separan en dos masas: una engendra los ríos y el Océano y la otra forma la bóveda del cielo, las aguas de lo alto, en las que astros y dioses se ponen a navegar, en poética imagen se dice.
Y en ese mismo tono nace y desarrolla la filosofía, reflexión del hombre sobre la realidad, sobre la vida y sobre sí mismo… “configurándose un mundo tan antiguo como la humanidad pensante”, dice Aristóteles en su “Metafísica”. Es decir, racional. Sólo que, aclara, los antiguos lo transmitieron por tradición y en la forma del mito, al decir que los astros son dioses y que “lo divino abraza la naturaleza entera”.
El amor como principio
El primero entre los griegos fue Hesíodo; quien coloca a Eros, sentimiento supremo del amor, como principio; expresando la necesidad en los seres de una causa que mueva las cosas y a la vez, que las una… prosigue Aristóteles; haciendo ver que los problemas cósmicos, los primeros y los más alejados en ser observados, fueron concebidos en términos humanos; mitología y poesía al expresarse: Océano, el de las bellas ondas; Gea, de amplio seno; Tártaro, tenebroso; la Noche, que se abisma.
Orfeo había llamado al Tiempo lo primero, como principio de unidad; Platón más tarde dirá de Dios: principio, medio y fin de todo lo que existe; el todo, en un solo Dios. Que con Zeus, el orden y la justicia junto a los elementos: fuego, agua, tierra, éter… sin que deba faltar Metis (sabiduría) en su ordenación; es decir, los elementos y la necesidad humana del orden; y sin descuido del tono poético, al mencionarse al muy deleitable Eros…; ni olvido de Dike cósmica, ya presente en el orfismo. Elementos y fuerzas que Eros une en parejas para evitar discordias… A lo que cabe añadir el Alma que anima al cuerpo, hecha derivar del Éter, la que transmigra entre los cuerpos y la contemplación filosófica rescata, en Platón.
Es así que entre el fin del siglo VII y comienzos del VI aC se desarrollara el problema cosmológico; si bien asociado a la vida del hombre en sociedad. ¡Y cómo no serlo, si la idea misma de cosmos deriva del mundo humano! tratado ahora de un modo más conceptual, como problema del ser y su devenir. En procura de lo que engendra las cosas, permanece sobre sus variaciones y unifica tanta multiplicidad… sólo que los entes no sólo que llegan sino que se expresan en buena y bella ordenación, poéticamente se añade.
Así con Aristóteles: el ser, su devenir y el concepto de physis o naturaleza; primero ésta, animada y viviente, más tarde fuerza y sustancia, energía y materia. Anticipando Jenófanes de Colofón que no hay en ella ni nacimiento ni disolución. De la cosmogonía hemos pasado a la ontología. El universo, siempre el mismo; si naciese, sería necesario que no existiese antes; y de la nada, nada sale. Por tanto, eternidad y unidad del ser.
Le sigue Parménides, quien escribe un poema filosófico sobre la naturaleza. Negándose a admitir que el ser y el no-ser “sean lo mismo” e invitando a juzgar con la razón. Criterio de lo verdadero y de lo falso, según él: lo concebible y lo no concebible. Que el ser es, puesto que puede pensarse; en cambio, la nada no es concebible… nos queda la duda: si bien lo imposible no es pensable como real, ¿todo lo posible existe por el sólo hecho de pensarlo? Nos deja en cambio un fragmento memorable: la eternidad es un inmutable presente…ya que el ser no admite distinción de pasado y de futuro.
También en la Magna Grecia florece la escuela pitagórica, que concibe al ser como resultado de opuestos unidos por la armonía. Se sostiene en ella que existe el vacío, por respiración del pneuma infinito o espíritu (¿éste, a partir del vacío?); ello permite la distancia y separación de las cosas; lo que sucede, antes que nada, en los números: el vacío distingue la naturaleza de ellos por el intervalo entre cada uno. Haciendo de los números esencia de las cosas. Más aún, que el universo entero lo sea: armonía y número.
El vacío, el infinito, temas que aún hoy la ciencia debate… la armonía como unidad de las mezclas y concordancia de las discordancias, dirá más tarde Filolao; armonía asimismo en el movimiento de los astros, “como de sonidos producidos sinfónicamente”; es que se supuso que sus velocidades tienen entre sí “proporciones sinfónicas, logrando así un sonido de acuerdo perfecto”. El alma, asimismo armonía; siendo la música entre las cosas más dulces y habiendo en nosotros afinidad con las armonías y los números.
Inquietudes de la razón que después el Renacimiento retomara… hasta nuestro presente, de desarrollo científico y aplicación tecnológica. Axiomatizadas que fueran las ciencias formales (matemáticas, lógica), comunicadas entre sí (reducción de números a clases en los estudios de Whitehead y Bertrand Russell, por ejemplo) y aplicadas por las que estudian la realidad (la búsqueda actual del bosón de Higgs en el origen de la materia, por caso).
La pérdida de la afinidad
Así, de aquel observador de las más alejadas manifestaciones del cosmos, visibles en la estación estival, que admirado por su belleza lo expresara poéticamente a sus contemporáneos en términos humanos, arribamos a nuestra sociedad que, si bien en condiciones de apreciar la cultura que produce, nos ha dejado sujetos a una tecnología de la comunicación forzosa permanente y a una inextricable complejidad de la vida.
¿Es que no habremos sabido conservar aquella afinidad con las armonías que nos enseñaban los antiguos, esa sensibilidad por la sinfonía del universo, ese espíritu que une las mezclas y acuerda las discordancias… retraídos en cambio a una desconfianza recíproca, crispados por las estridencias que persistentemente nos sobresaltan?
Porque aquel desarrollo filosófico paralelo, en su búsqueda racional de lo universal, era en el hombre la integración de su propia persona que debió conducirlo a un dominio de sí el cual, en tanto el alma lo aliente, le permitiera colmar su vacío espiritual.
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