Rosario fue la única ciudad argentina donde Yogurt Time funcionó a full durante muchos años. La franquicia era de La Serenísima que se había asociado con quienes trajeron la licencia desde Estados Unidos, fabricaba el producto, y lo distribuía. El primer local abrió en 1990, y el último bajó la persiana en 1996. Mientras en la ciudad era un boom, en el resto del país no prosperó. ¿Por qué? Uno de los protagonistas de esa época dorada de una marca que se grabó a fuego en el recuerdo de los años 90, cuenta la historia.
Rodolfo Maestre tenía la franquicia en tres locales de la ciudad. Dice que se vendía muchísimo, y el negocio era una mina de oro. En 1991 adquirió el de calle Córdoba entre Corrientes y Entre Ríos, frente a Librería Ross, y el de San Martín entre Rioja y San Luis (al lado de Los Dos Chinos) con un socio, del que eventualmente se separaría. Luego compró el de San Luis y Entre Ríos. También estaban el de Alberdi y el de Pellegrini y Mitre, pero pertenecían a otros dueños.
El modelo de licencia, además de cobrarle un porcentaje alto de la facturación que llegaba al 11%, exigía un severo cuidado de la estética que le daba un aspecto moderno y algo futurista, como el diseño de los vasos: limpieza impecable, que nadie fumara adentro, las máquinas en perfecto funcionamiento, los empleados de punta en blanco con la ropa impecable, aspecto pulcro y en condiciones. "Si uno de los chicos se ensuciaba la ropa, se tenía que cambiar", puntualiza.
Eran comunes las colas constantes de hasta 50 personas de las 14 a las 20. Con un centro que todavía funcionaba a pleno ante la ausencia de shoppings, después de las 22 salía la gente del cine, en especial viernes y sábado, y llegaban clientes hasta las 2 de la mañana. Incluso había jóvenes que salían de las confiterías y seguían entrando hasta las 4. A veces cerraban a las 5 de la madrugada. Un horario impensado en esta época. "Tomaban desde los pibes hasta los viejos, a toda hora, todos los días", asegura.
Los gustos, recuerda Rodolfo, eran cuatro en sus locales: chocolate, crema americana, frutilla y durazno. Había máquinas que tenían dos palancas, de dos gustos, y otras que tenían una tercera opción de combinado. Pero sin dudas, el atractivo eran los toppings. "Empezamos con 15, y llegamos a tener 70. Dulces y chocolates de toda clase, praliné, maní japones, banana con chocolate, gajos de mandarina y mucha fruta. Los chicos se volvían locos", recuerda.
Para atraer público infantil, además se hacían visitas guiadas para escuelas primarias en las que se explicaba cómo era el producto, de dónde venía y cómo se fabricaba. La materia prima venía en un sachet que se metía en la máquina, que lo enfriaba por unos cilindros y lo largaba armado. "Era un producto de primera, pero no era fácil la fórmula. Se echaba a perder fácilmente. Bromatología no nos sacaba el ojo de encima", recuerda quien fuera dueño de tres sucursales.
La ubicación era fundamental: el local que mejor trabajaba estaba en un punto de calle Córdoba, en el que los clientes podían pedir en Yogurt Time, o comprar helado en Dacol, justo al lado. En la puerta había unas 20 mesas que compartían ambos locales. Cerca, en Entre Ríos entre Córdoba y Rioja, también estaba otro histórico que cerraría con el tiempo: La Lechería, donde se tomaba café y chocolate. Esta postal despierta melancolía inmediata, de otra Rosario: "Después el centro se murió", lamenta.
¿Por qué no funcionó en otros lugares? Las máquinas eran caras, y era difícil conseguir repuestos y técnicos que las arreglaran rápido. En Buenos Aires, en calle Florida, pusieron una sucursal que se fundió en un año. "La gente pasaba muy rápido, no como en la peatonal de Rosario que caminaba mirando vidrieras", indica. Además, era un trabajo muy demandante. "Había que estar en el local. El heladero en ese tiempo cerraba en invierno, y nosotros seguíamos trabajando porque era un producto suave que daba menos frío porque estaba a 9 grados, no a 15 bajo cero como el helado", revela.
Además, la planificación y estar encima del negocio era fundamental: el licenciatario compraba camiones de cajas, vasos y cucharitas, y hacía pedidos de a 500 kilos de chocolate. Pero también, se lograba desobedeciendo a veces lo que pedían desde Buenos Aires. "Yo me formaba mirando cómo se había trabajado el producto en Estados Unidos. Por ejemplo, a la gente le gustaba el yogur liviano, no pesado. Cuando venían a controlarme los de la licencia, le cambiaba el pico para que pensaban que le ponía el pesado", dice con sorna el hombre que ya tiene 79 años y recuerda esa etapa con mucha felicidad.
El final
Pero en 1996 La Serenísima, controlada por Mastellone, le vendió el sector de yogures a la francesa Danone, que no quiso Yogurt Time. Así, el gigante lácteo dejó de fabricar el producto, y todos los locales que dependían de su abastecimiento tuvieron que cerrar. Como Maestre había renovado el contrato con la franquicia por ocho años, tuvieron que indemnizarlo. Incluso le ofrecieron la fórmula como parte del arreglo. Pero el hombre se terminó echando para atrás.
"No la quise agarrar en esa negociación, y creo que cometí un grave error. Pero tenía que conseguir alguien que me lo fabricara, asociarme con una empresa de yogures. Cotar lo quiso hacer, y no era lo mismo", medita. Sin embargo, no le daban la marca, que era importante. Por lo que sacó toda la cartelería que decía Yogurt Time, y puso un bar en el que siguió vendiendo candy. Durante algunos años, otros propietarios siguieron vendiendo ese producto, diciendo que era yogur helado. Y así, Yogurt Time se convirtió en un recuerdo grato. ¿Volverá algún día?