La comunidad climática atraviesa hoy una pérdida significativa. Y podría ser una pérdida irreparable si los cardenales que integrarán el próximo cónclave eligen a un sucesor que no comparta la convicción ambiental que definió el pontificado de Francisco. Más allá de su dimensión espiritual, la Iglesia ha sido —y puede seguir siendo— un aliado estratégico en la lucha contra los poderes que amenazan nuestra “casa común”, como solía decir Francisco. Su voz fue un contrapeso moral frente a los lobbies que priorizan la ganancia sobre la vida.
“Sumo Pontífice” es uno de los términos que se utiliza para referirse al jefe de la Iglesia Católica, pero su significado más profundo refiere a un “constructor de puentes”, lo que hoy el mundo, nuestro país y nuestra provincia necesitan. En un fallo histórico, la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe dejó firme una sentencia que reconoce el daño genético ocasionado en habitantes de Piamonte por el uso de glifosato en actividades agrícolas. La resolución no sólo marca un precedente en la jurisprudencia ambiental del país, sino que también establece una franja de protección de mil metros desde los centros urbanos para evitar fumigaciones y promueve la transición hacia prácticas agroecológicas.
Pero más allá de los aspectos técnicos y legales, este fallo es una señal de alerta: cuando el diálogo se posterga o se evita, es la Justicia la que debe intervenir. Lo que debería resolverse con acuerdos y consensos entre sectores termina en un expediente judicial.
Santa Fe, y Rosario en particular, tienen hoy la oportunidad de liderar un camino distinto. Pueden convertirse en la capital de la pampa húmeda sostenible. La provincia tiene la capacidad, el conocimiento técnico y una sociedad civil activa como para sentarse a construir soluciones con todos los actores involucrados: productores, científicos, movimientos ambientales, gobiernos locales y ciudadanía.
El camino de la confrontación no lleva a ningún lado. El campo no es el enemigo, como tampoco lo son quienes exigen condiciones de producción más saludables. Hay una falsa dicotomía instalada que nos impide avanzar. No se trata de campo versus ambiente, sino de cómo producimos, cómo alimentamos a millones y cómo cuidamos a quienes habitan y trabajan la tierra.
Los sectores que están enfrentados tienen que “soltar el puño y extender la mano”. Argentina necesita tender puentes si quiere aspirar a un desarrollo sostenible e inclusivo. Con negacionismo científico y discursos de odio, no podrá ingresar a la OCDE ni avanzar con el acuerdo comercial con la EFTA. El mundo observa con lupa las decisiones ambientales de los países; ya no hay más margen para mirar para otro lado.
La transición hacia un modelo más sano, justo y sostenible requiere acuerdos amplios. Y esos acuerdos no van a nacer desde el enojo, sino desde el entendimiento mutuo. La agroecología no es una amenaza: es una oportunidad. Tampoco se trata de imponer modelos, sino de abrir caminos.
Hoy más que nunca necesitamos espacios de encuentro. Si seguimos esperando que sea la Justicia la que ponga los límites, habremos fracasado como comunidad. Que la política, la ciencia, el sector productivo y la ciudadanía puedan sentarse a la misma mesa es quizás el mayor desafío, pero también la mayor promesa de este tiempo.