Nacido el 30 de agosto de 1964 en Cañada de Gómez, “porque a mi mamá se le complicó el parto y no pudo tenerme en Armstrong”, Gabriel es hijo de Dora, quien vive en Funes, y de Piniero Ippoliti, un colectivero de Ablo y Empresa Argentina que murió de cáncer a los 38 años, cuando él sólo tenía seis. “Mi viejo se llamaba Piniero por el nombre del mejor amigo de mi abuelo Giovani (de Osimo, en la región italiana de Marche), quien le salvó la vida en la guerra del 14. Después de la guerra mi abuelo se quedó dos años en Italia y se vino a trabajar en quintas y en la construcción. Cuando murió mi papá, mi mamá se puso a coser porque aprendió de mi tía Angela, que era modista. Mi mamá no sabía coser, pero aprendió y se puso a coser ropa para chicos para una boutique y otras clientas de Funes”, recuerda aquellos duros comienzos de sus padres, cuando Funes era un pueblito.
"Me gustaba Funes por la tranquilidad"
–¿Sos funense, entonces?
–Soy funense. Me gusta Funes. Voy a Rosario a cada rato, antes me gustaba Funes por la tranquilidad, pero ahora quedé en el centro. Antes tenía un montón de vecinos y no había negocios, pero ahora es al revés: hay un montón de negocios y no tengo vecinos. Estamos yo y otro enfrente.
–¿Cómo empezaste tu carrera?
–Había empezado a estudiar Ingeniería, donde tenía una carpeta fantástica y muy prolija. Un día en Física nos dieron a dibujar un cañón que disparaba en un ángulo de 45 grados y yo dibujé un cañón impresionante, con todos los detalles. Me acuerdo que estaban todos mis compañeros y algunos profesores alrededor mío, mirando el dibujo. Me gustaba dibujar y me importaba nada todo lo que daban en Ingeniería.
–¿Y cómo caíste en Ingeniería?
–Estudié en la Dante, me gustaba dibujar, pero no veía una salida laboral, y tenía que estudiar. Mi primo Ricardo se había recibido de ingeniero y me propuso estudiar, pero el dibujo era más fuerte.
–¿Qué te dijo tu mamá cuando dejaste Ingeniería?
–Mi vieja jamás me dijo nada. Busqué algo relacionado con el dibujo y entré al taller de (el artista plástico Emilio) Ghiglione, donde empecé a colorear.
–¿Es cierto que sos daltónico pero aprendías teoría del color con Ghiglione?
–Sí. El tipo estaba fascinado conmigo. Quería saber qué podía ver. Yo manejaba bien los valores de luz y sombra en blanco y negro, pero era otra cosa cuando entraba al color. “¿Y acá qué ves?”, me decía.
–¿Y qué veías?
–Tengo una paleta muy limitada por ese motivo. He pintado caras de verde porque le erro, por ahí porque hay tonos como algún ocre y algún verde y todos tienen mucho amarillo. A veces (el guionista Diego) Agrimbau me avisa: “Che, boludo, ¡a este tipo lo hiciste verde!”.
–¿Cómo te fue con Ghiglione?
–Era un teórico y con él veía el color de una manera más analítica. Me aclaró el panorama y me enseñó cómo sobrellevar mi daltonismo. Hasta que se me complicó porque no podía pagarle y un día le dije: “No sé si voy a poder seguir”. “Andá a verlo al Viejo Macchiavelli”, me aconsejó.
–¿Macchiavelli era el que firmaba Maquiaveli en las revistas La Cebra a Lunares y Risario?
–El mismo. Con él aprendí un montón. Le dejé una carpeta y se la mostró al director de la revista. Hasta que un día me dijo que le había gustado: “Veníte el lunes”.
–¿Por qué aprendiste el oficio de manera autodidacta?
–Porque empecé a trabajar como bocetista en una agencia de publicidad y porque tampoco había tantos lugares donde aprender a dibujar y a ilustrar. Salvo Bella Artes, donde tampoco le dan tanta bola al dibujo por el arte contemporáneo, no había muchos lugares donde aprender ilustración ni historieta. Había en Francia y en Estados Unidos, pero acá no había. Acá eras aprendiz de un dibujante, como en el taller de Brescia, donde aprendías a entintar.
–¿Cómo fue aprender a dibujar en una agencia de publicidad?
–Fue el camino porque tenía una idea del dibujo, pero tenía que pulirla en una agencia de publicidad, donde tenía un jefe de arte, donde aprendías a los golpes. Había un realismo en todo: “¡Esto no parece una persona, parece un maniquí!”, me gritaba el jefe. Pero me servía porque te tiraba abajo el ego.
–Los oficios artesanales como la joyería se aprenden mirando cómo trabaja el oficial o el maestro en un taller. ¿Cómo eran aquellos días en la agencia de publicidad?
–“Cuando vos no laburés dibujá lo que te guste”, me decía el jefe. Un día me dio para dibujar una rotoenfardadora, que es una máquina cosechadora, una cosa horrible, pero aprendí el oficio. Lo mío era resolver sobre la marcha y después compraba muchos libros de pintura y de color de Rotwell, un pintor e ilustrador. Me llamaban mucho la atención el realismo e impresionistas como Monet, Sargent, Klimt y Gille, y tipos que dibujaban de otra manera, que se iban del hiperrealismo, con más gestos.
–¿Qué te pasó con los dibujos de Carlos Nine?
–Carlos Nine me voló la cabeza por la distorsión y por la técnica pictórica, el equilibrio y el humor.
–¿Carlos Nine fue tu maestro?
–Lo conocí, no era mi maestro, era un referente muy fuerte y muy admirado.
–¿Cómo influyó en tu mirada la Revista Fierro?
–Cuando estaba en la agencia compraba Fierro y Zona 84, me gustaban, pero el lenguaje era lejano por su narrativa. No conocía la historieta, estaba acostumbrado a contar una historia con una imagen. No la conocía, pero me llamaba la atención.
–¿Cómo siguió tu carrera?
–Después fui a un par de agencias a trabajar como free lance y empecé a hacer ilustraciones para una fábrica textil. Hacía personajes, tenían un canguro y tenía que darle vida y contar historias.
De ilustrar diarios a dibujar historietas en revistas
–¿Cómo llegaste a La Capital?
–En 1998 entré al diario. En la textil conocí al Colorado (el diseñador gráfico) Enrique Figna, que hacía el mantenimiento de las computadoras, quien me dio una mano y me llamaron del diario, donde trabajé con (Pablo) Díaz de Brito en Mundo y con (el extinto Mauricio) Maronna en Política. Con Díaz de Brito hablábamos mucho de política exterior. Maronna un día me dijo: “¿Pero vos no sabés nada? Mirá éste, viene a dibujar acá y no conoce ni los nombres”. El me armaba la nota. Me reía y me divertía mucho. Podíamos charlar de la vida.
–¿Cómo fue tu paso a Ambito Financiero?
–Entré a Ambito a través de (el empresario periodístico) Orlando Vignatti, quien me pedía que ilustrara la tira de política. Vignatti pedía un dibujo y lo llamaba al exjefe de Redacción, que lo pulía. Había pedidos de Orlando que eran medio difíciles de plasmar y el jefe de Redacción intercedía.
–¿Qué te dio el trabajo en los diarios?
–Otra mirada. Si bien tenía un entrenamiento con los tiempos, a veces corría. En Ambito me llamaban a las cinco para pedirme un dibujo y lo tenía que tener a las siete. Los que lo recibían estaban contentos, pero yo no.
–¿Por eso dejaste los diarios?
–Por eso dejé y por la política, porque llegó un punto en que ya no me divertía. En La Nación me saturé. En La Nación hay dibujos que teniendo tiempo podría haber hecho mejor. A pesar de que estaban estéticamente bien resueltos, en una página impecable, sin avisos, yo no estaba conforme. Pero me fue bien: en 2010 gané un World Press Cartoon en un concurso en Portugal.
–¿Qué dibujaste?
–Lo hice a (el presidente ruso Vladimir) Putin en cuero cargando un revólver, para una nota sobre el rearme en Rusia.
–¿Qué significó ese premio?
–Crucé el charco. No me cambió profesionalmente, seguí trabajando igual. Hubo un reconocimiento.
–¿Pero qué te dejó el premio?
–El premio más importante fue haber estado una semana con todo pago en Sintra, una ciudad cercana a Lisboa, en 2010. Eramos nueve finalistas: a cada uno nos dieron un auto smart ploteado con nuestro dibujo. No lo podía creer.
–¿Era el sueño del pibe?
–Tal cual. Y esa vez gané el Gran Prix. Yo con sólo estar ahí ya estaba hecho.
–¿Qué significó Carlos Trillo?
–Carlos Trillo fue otro que me hizo publicar en Europa con la historieta. Lo llamaba a Trillo por teléfono y le mandaba los dibujos por fax desde la telefónica. Un día fui a verlo a su estudio de Vicente López, en Buenos Aires. “Che, ¡qué lindo! ¿Vamos a hacer algo?” A él le gustaban mis trabajos, hice un ensayo de historietas, pero no funcionó nada. Capaz que la historieta no sea para mí.
–¿Cómo surgió el trabajo con Diego Agrimbau?
–Un día el guionista y dramaturgo Diego Agrimbau, que es 10 años menor que yo, vio una muestra de ilustración en Buenos Aires, me rastreó, me llamó por teléfono y se vino para hacerme una propuesta de historieta: “La burbuja de Bertold”. La primera historieta fue un éxito y ganó premios. No sólo tuvo éxito comercial sino que ganó un premio en Nantes, el Utopiales, un premio a la ciencia ficción, porque es la ciudad natal de Julio Verne, donde presentamos un libro. Hace 20 años que trabajamos juntos.
–¿Tuviste ofertas de afuera?
–Sí, pero no daba por mi situación personal. Estaba separado, vivía con mi hija que era chica y no podía dejar a mi vieja sola. Y ahora trabajo para Francia, a pesar de que es más difícil hacerlo acá que en Uruguay o en Chile.
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–¿Cómo es tu vida en Funes?
–Vivo tranquilo y lo gané en salud. El hecho de trabajar tantas horas sentado hizo que antes que el cuerpo me pasara factura, lo hiciera mi cabeza. Mucho estrés y menos rendimiento. Después de eso vienen los síntomas físicos, ahí empecé a buscar qué hacer con el cuerpo y encontré el yoga. La vida del dibujante es muy sedentaria, así que voy tres veces por semana a hacer yoga en Rosario. Ahora estoy menos horas sentado laburando y dedico bastante tiempo al yoga. La cabeza funciona mucho mejor y el cuerpo cambia para bien, cambia mucho y el tiempo que laburo me rinde mucho más.
–¿Cómo definirías tus oficios?
–Soy dibujante, ilustrador e historietista.
–¿Y artista plástico?
–Pinté y expuse. Rubén Echagüe me invitó a exponer.
–¿Entonces también sos artista plástico?
-Sí, porque lo hice, pero la pintura está pendiente.
–El fotoperiodista de La Capital Sebastián Suárez Meccia vaticinó antes de la entrevista con tu hija Gisel, la tatuadora: “Si la piba tiene la mano del padre, es una genia”. ¿Ella heredó tu pasión y tu capacidad por el oficio de dibujante?
–Seguramente. Desde que era chica estaba al lado mío dibujando. Gisel es muy buena en lo suyo.
–¿Qué le pasó a Gisel con sus dibujos cuando fue al mismo jardín de infantes donde las maestras no te creían?
–A ella no le preguntaron nada.