El sol aprieta en una tarde de noviembre, pero a José no parece importarle. Sin remera y con el semblante imperturbable, ubica una silla en la puerta de su casa y se prepara para ver pasar otro día inmerso en la tranquilidad de su pueblo, algo que no negocia por nada.
Eustolia es uno de los cientos pueblos de la provincia que esconden sus propias historias y secretos. Ubicada en el departamento Castellanos, a 60 kilómetros de Rafaela, tiene un puñado de habitantes.
Según Wikipedia, que se basó en los datos del censo del 2010, viven en él 153 personas. Sin embargo, al recibir a La Capital, José niega con la cabeza y sin titubear cuenta con los dedos de la mano y pronuncia apenas un par de nombres propios.
"Debemos ser cuatro", resume. Muchos ya abandonaron el pueblo, pero no hicieron el cambio de domicilio y otro tanto vive en las afueras, en la parte más rural. En esas pocas manzanas que componen el corazón de Eustolia conviven esas personas que comparten casi todos los días de su vida.
En el marco de Compás 150, el nuevo ciclo audiovisual de este medio, Nachi Saieg e Ignacio Noviski visitan este caserío para descubrir sus misterios.
Embed - Eustolia, el pueblo de Santa Fe en el que viven cuatro habitantes y la tranquilidad no se negocia
José y una larga historia con el asado a la estaca
El patio de la casa de José revela su pasado. Descansan sobre una pared decenas de estacas con las que solía asar para miles de personas en distintos puntos de la provincia. Nacido en Concepción del Uruguay, vive en Eustolia desde los once años y desde los catorce empezó su acercamiento a las brasas. Asegura ser uno de los mejores asadores de Santa Fe y muestra con orgullo varias fotos que comprueban su relato.
En la que ahora es su casa supo tener "un comedor" en el que preparaba platos, la mayoría con carne a las brasas, para los vecinos de la zona y todos los que quisieran acercarse. También cocinaba para multitudes en fiestas y eventos populares. Evoca esos momentos con nostalgia y también con felicidad y repite varias veces que ese trabajo le permitió "hacer estudiar a sus hijos". Una de sus hijas es maestra en un jardín de infantes de María Juana, a pocos kilómetros, y otro de sus hijos tiene una ferretería. "¿Qué más se puede pedir"?, reflexiona y la pregunta retumba en el aire espeso de la tarde primaveral.
Hace un tiempo se quebró uno de sus brazos y tuvo que abandonar su pasión. Cocinar para multitudes requiere de un esfuerzo que ya no está en condiciones de hacer. Mientras tanto, contempla los días pasar sentado en su silla en la vereda, aguardando que alguien tenga un ratito para escuchar sus relatos. Por azar, La Capital pasa frente a su casa y frena para conversar un rato. Al fin de cuentas, todas las historias necesitan alguien que las escuche.
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