La ciudad donde nació el Che Guevara. La ciudad donde Manuel Belgrano enarboló la bandera argentina por primera vez. La ciudad donde el fútbol es su máxima religión. También fue la Ciudad de Dios. En lo deportivo y social hay un día que está entre los más conmovedores de la historia de Rosario. Una jornada que quedó grabada a fuego en la memoria colectiva rosarina y de yapa la noticia dio la vuelta al mundo. Ocurrió en la tarde soleada del 13 de septiembre de 1993. El parque Independencia se transformó en una romería para ver al ídolo eterno, a la leyenda, al único: Diego Armando Maradona, en su primera práctica como jugador de Newell’s. Así, Rosario revolucionó al mundo.
Desde cada barrio se desató una peregrinación espontánea con epicentro en la antigua cancha leprosa del Parque. La leyenda estaba golpeando la puerta y todos querían dar el presente. Diego Armando Maradona -el héroe de México 1986, el mejor jugador del mundo para muchos de todos los tiempos, el Quijote humilde que anotó ante los ingleses el gol más lindo en la historia de los mundiales- aterrizó en el patio de la casa de los rosarinos, en el gran pulmón verde de la ciudad, para lucir por primera vez los colores rojinegros y entrenar con su nuevo equipo: Newell’s. La ciudad explotó de adrenalina. Incluso sumando en la alegría a hinchas de otras camisetas.
Sí, ese día el milagro se concretó, lo imposible se cumplió. Y para creerlo hubo que vivenciarlo con los propios ojos. Por ello la movilización conmovedora de los hinchas leprosos para observar en vivo cómo el ídolo de la selección argentina ahora empezaba a ser propio también. No eran épocas de redes sociales, ni fotos de celular, eran tiempos de ver y sentir para creer. Y por ello el momento fue sublime, mágico y nadie se lo quiso perder.
El mismísimo Diego aquella tarde logró revolucionar la ciudad con el traspaso de la noticia de boca en boca, tras el anuncio de los diarios, la cobertura televisiva y el vivo radial. Y así las personas se iban sumando a la convocatoria de manera espontánea, mientras veían como las columnas de gente y autos enfilaban para el parque Independencia. “Vamos a ver a Diego”, era la respuesta más escuchada mientras algunos dejaban sus obligaciones laborales y apuraban el paso rumbo a la cancha. Pibes que faltan al turno tarde de la escuela. Nadie quería quedarse afuera de un estadio que abrió sus puertas y rápidamente se colmó.
Casi al trote, especialmente por bulevar Oroño o avenida Pellegrini, avanzaba la multitud. Niños de la mano de sus padres, grupos de amigos, parejas y hasta algunos de traje y corbata, porque la noticia los sorprendió en la oficina, se lanzaron a la aventura de ver los primeros pasos de Diego en su arribo a Newell’s.
Cruzaban el parque Independencia repletos de felicidad, todavía incrédulos, y como el estadio tenía los portones abiertos de par en par fueron colmando cada centímetro de las tribunas. Era lunes, el inicio de la semana laboral. Nada importaba ni era más trascendente que ver al Diego de la gente.
Maradona salió a la cancha por el túnel que estaba detrás del arco del Hipódromo y también se emocionó. Con un buzo rojinegro y la pelota siempre a su lado, Diego levantó las manos al cielo y agradeció. El estadio explotó coreando su nombre. Ese hombrecito que gambeteó la pobreza profunda de Villa Fiorito y llegó a la cima del fútbol mundial comenzó a hacer jueguitos en la mitad de la cancha. Una postal inolvidable. Eterna.
El Indio Jorge Solari, DT leproso en aquel momento y factor clave para su llegada a Newell’s, armó un circuito de ejercicios con pelota para mover a los jugadores. En ese plantel estaban nada menos que el Tata Martino, Juan Manuel Llop, Norberto Scoponi, Jorge Theiler, Fabián Basualdo, Mauricio Pochettino y Alfredo Berti, entre otros grandes referentes de la historia leprosa.
No se trató de un partido, no se jugó por nada, fue un simple entrenamiento, pero el recuerdo quedó grabado para siempre. Fue la tarde que Diego revolucionó a Rosario, donde está claro que el pueblo leproso le dio la más emotiva de las bienvenidas, le tendió la mano y lo abrazó de por vida.
Por supuesto, que ese día también fueron al estadio hinchas del fútbol en general y maradonianos genuinos, que se deleitaron con el mero hecho de verlo hacer malabares con la pelota.
En un momento el plantel se animó a lanzar a Maradona al aire, fue enfrente de la vieja popular que daba espaldas al museo. La felicidad del diez lo decía todo. Y su sonrisa era la misma que la de toda la multitud que protagonizó esa jornada histórica, a pocos días del inicio de la primavera de 1993.
Después Diego tuvo un paso intenso pero fugaz por Newell’s. Fueron apenas siete partidos los que disputó, dos amistosos con un gol ante Emelec de Ecuador y cinco oficiales. Pero esa es otra historia y tiene que ver más con las estadísticas y los números. Si hasta por entonces Lionel Messi era sólo un niño.
Pero lo que siempre será recordado y a medida que pase el tiempo cobrará mayor relevancia será ese primer día, ese flechazo, esa muestra espontánea de amor, ese milagro hecho realidad, de verlo a Diego en Rosario y con la camiseta leprosa. La pelota y ese recuerdo, jamás se mancharán. Y ya con Maradona descansando en la gloria ese día quedó en la eternidad y es parte de la historia rosarina.