Fito Páez parece estar más rosarino que siempre, y Rosario más fitomaníaca que nunca. A pesar de que sigue componiendo y publicando discos asiduamente, hace unos años comprobó que la conexión más profunda y vital con el público se da a través de sus clásicos, que son muchos. Por eso, después de dos años de girar por el mundo y llenar estadios con el aniversario de “El amor después del amor”, en 2024 se propuso celebrar otros dos álbumes clave de su carrera: el debut “Del 63”, de 1984, y “Circo Beat”, de 1994.
En el marco de la gira “Páez 3040”, que ya lo llevó (siempre en calidad de sold out) por Montevideo y Buenos Aires (por partida triple), se presentó este sábado 30 en el predio de la ex Rural, ante 14000 personas y con localidades agotadas. Durante dos horas, tocó en orden los dos trabajos discográficos protagonistas del show y reafirmó su contundente vigencia artística, pero sobre todo su estadía permanente en los corazones de varias generaciones de rosarinos y rosarinas.
Fito no necesita apelar a ninguna parafernalia para dar un espectáculo de primer nivel. La potencia eterna de sus canciones, la calidad siempre destacada de sus músicos, y su vínculo genuino con la ciudad, son más que suficientes. Tampoco hacen falta sorpresas. Para el momento en que fue evidente que las canciones aparecerían en la misma secuencia que en los discos, la previsibilidad generaba entusiasmo en lugar de apatía. Esa cualidad es potestad casi exclusiva de los clásicos indiscutibles, que como tales se inscriben a fuego en la memoria celular. Incluso si hace mucho que no se los escucha, las letras, las melodías, las emociones afloran intactas.
Es que también hay algo particularmente local en estos dos discos de Páez, algo que establece una complicidad peculiar con los presentes. Aunque su identidad rosarina atraviesa transversalmente su carrera, aparece con una fuerza y un color únicos en “Del 63” y “Circo Beat”. El primero, grabado en los míticos estudios Panda de Buenos Aires (de la mano Miguel Krochik y Mario Breuer) remite al origen del músico desde la primera canción homónima, con la que comenzó el show. En ese tema, Fito hace un racconto de sus primeros 20 años de vida y en esa enumeración ofrece un espejo al pasado de quienes comparten su generación y vociferan a viva voz las letras, extendiendo los brazos en el aire hacia el escenario, como quien busca abrazar a quien fue.
En “Cuervos en casa”, Páez abandona las metáforas, tal como lo hace el tema. El escudo de la Argentina aparece en blanco sobre una pantalla negra (casi en señal del luto), y canta para quien quiera oír que otra vez hay “cuervos en Casa Rosada”. El aplauso eufórico que sigue delata la lectura del presente de parte de la audiencia.
Después de “Sable chino”, Fito se dirige al público por primera vez para presentar al autor del tema que sigue. “Yo vivía en Balcarce entre Santa Fe y Córdoba, y él vivía a la vuelta. Fue un lujo haber sido su pianista y que después él también me acompañara durante muchos años”, recuerda antes de hacer subir al escenario a Fabián Gallardo, único invitado de la noche, que junto a la corista Mariela Vitale cantan “Rojo como un corazón”.
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Fabián Gallardo fue el único invitado de la noche y se subió para cantar "Rojo como un corazón", tema de su autoría
“Un rosarino de Budapest”, sin dudas uno de los más populares de aquel disco debut, anuncia el final de la primera parte del show y otra vez hace ponerse de pie a los presentes. Hay algo de este ritual de la música en vivo que se siente refrescantemente atemporal. En una época marcada por una vertiginosidad que marea, resulta increíble, y eminentemente político, habitar dos horas un espacio donde la novedad y lo efímero no es lo que importa, sino todo lo contrario: la memoria colectiva, aquello que constituye y permanece.
Cuando termina “Del 63”, Fito (vestido con un traje negro brillante) y la banda dejan el escenario, y se hace un interludio de unos quince minutos en el que el teclado del protagonista es reemplazado por un piano de cola. Todo el mundo sabe lo que pasará cuando se vuelven a encender las luces y suena la famosa intro de “Circo Beat”. Las gargantas están listas para invocar a los gritos la “psicodélica star de la mística de los pobres” y bailar al ritmo infalible de ese beat.
Mientras la mitad inicial ponía en evidencia las edades de un público heterogéneo (sólo los más cuarenta y pico, y los más entusiastas cantaban todas las letras), en la parte dedicada a uno de los discos más populares (y más rosarinos) de Páez, la interpelación es completa. Y cuando suena “Mariposa Teknicolor”, posiblemente uno de los temas más icónicos sobre la ciudad, se corea la melodía, se humedecen las miradas, se estrechan los abrazos y se revolean las camisetas y banderas de Central, entre otros trapos.
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“Se puede decir que estamos en el mismísimo lugar de los hechos. Todo el álbum se trata un poco de eso”, asegura el músico antes de seguir con otra canción construida sobre referencias locales: “Normal 1”. Si bien la nostalgia es un elemento que aparece con claridad, no es sólo ahí que se ancla la fuerza afectiva de las canciones. Está también la cercanía, el reconocimiento: no sólo celebra a la Rosario que ya no es, sino también y sobre todo a la que sigue siendo.
El “Tema de Piluso” otra vez pone a la ciudad en el centro de las estrofas, subrayando aquello de que “siempre estuvo cerca”. Fito y los rosarinos se hablan entre sí cuando cantan al unísono “tu vida transformó la mía”. Hay reciprocidad en lo que se da y lo que se recibe, y hay a su vez algo en común. “Si Disney despertase” recupera la vida en los cines de la ciudad, “Broadway, Heraldo, Radar”, El Cairo y el Monumental, puentes entre “lo que fue y lo que ya nunca será”.
Para “Soy un hippie”, Páez propone la versión más destacada de la noche (aunque en casi todas hay arreglos y sobre todo ajustes de tonalidad para adaptarlas a la voz actual del músico): toda la banda (vestidos con trajes blancos) pasa al frente del escenario con micrófonos, y en una suerte de armonía gospel le dan un alma nueva a un tema que en contraste con sus antecesores podría parecer superficial.
“Lo que el viento nunca se llevó” se entona con ímpetu casi de cancha y en un acto como de fe parece que es cierto que el mundo no deja desanimar a nadie. El track oculto de “Circo beat”, “Nada del mundo real”, emerge de las profundidades con su orquestación cinematográfica para poner un primer punto final a la noche. Fito y los suyos saludan y agradecen pero se sabe que la cosa no termina.
El bis es uno solo pero es el indicado, el preciso. Para “Ciudad de pobres corazones”, Páez vuelve con una suerte de poncho amarillo y se calza la guitarra para sumarse a esos riffs perpetuamente catárticos que definen a esa canción que nunca pierde su furia. Mientras el guitarrista Juan Agüero estira un solo estridente, Fito suma unos versos de “Cerca de la revolución” de Charly.
“Hasta el próximo disco, que es ahora mismo”, se despide Páez, como una promesa. Ante el evidente final del show, el público corea el nombre y se resiste a irse. Incluso se improvisa un canto colectivo de “Dale alegría a mi corazón”. En ese gesto, en esa insistencia, decanta el espíritu de la noche: en la música de Fito sobrevive lo que el tiempo nunca se llevó.